viernes, 27 de marzo de 2015

Nominaciones a premios

Entre unas semanas y hoy, este blog ha recibido varios premios. Las Amigas de Letras que se han fijado en mis palabras narradas para otorgármelos han sido: 

María Campra Peláez y su blog http://escritoramama.blogspot.com.es/


Conxita Casamitjana y su blog http://enrededandoconlasletras.blogspot.com.es/

Yolanda Roman y su blog http://timshel-judy.blogspot.com.es/

Como no se me da muy bien dar discursillos o expresar mis sentimientos (ni siquiera escribiendo, a menos que sea ficción), deciros en este párrafo que muchísimas gracias a las cuatro por estas nominaciones que me llenan de ilusión y reconfortan, animando a seguir escribiendo y sobre todo a seguir publicando en el blog, porque está claro que no hay nada con más valor que el que lean a un escritor (sí, somos escritores, no profesionales, pero escribimos, ¿verdad?), por supuesto, pero si no eres famoso ni conocido, este valor aumenta y ayuda. Muchas gracias, chicas.

Ya que estoy, también quiero agradecer a todos los que me leen, comentan mis relatos y comparten. Cada vez que recibo un comentario, se me ilumina el rostro, porque me encanta leerlos (ya sea bueno o malo), ya que quiere decir que una persona que solo conoces por sus textos, se toma el tiempo no solo de leerte, sino de escribir su opinión.

A continuación voy a indicar los premios y quién me los ha otorgado, sin cumplir del todo la regla de las nominaciones. Lo que voy a hacer es intentar sumar quince entre todas.


PREMIO PARABATAIS

Este premio se concede entre bloggers a otros compañeros como reconocimiento y hermandad. Recibe su nombre de la saga Cazadores de sombras. Los Parabatai son guerreros que luchan juntos para toda la vida, unidos por un vínculo. Nuestro vínculo es el amor  por las letras.

Este premio lo recibí de manos de María Campra Peláez y de Conxita Casamitjana. Muchas gracias de nuevo.

Mis cinco nominados son:

María Campra Peláez (http://escritoramama.blogspot.com.es/)






PREMIO BLACK WOLF BOLGGER AWARD

Este premio me sorprendió mucho, y me fue otorgado por Yolanda Roman. Muchísimas gracias, Yolanda.Mis nominaciones son: Yolanda Roman (http://timshel-judy.blogspot.com.es/)





PREMIO DARDOS

El premio Dardos reconoce la dedicación, creatividad y el esfuerzo de mantener un blog, y es otorgado por otros bloggeros, que son ellos los que entienden el esfuerzo que conlleva realizar eso. Este premio es gracias a Mercedes Gil y María Campra Peláez. Muchas gracias, Mamá escritora y Abuelita.
Mis cinco nominaciones son: 


María Campra Peláez (http://escritoramama.blogspot.com.es/)


Ana Lía Rodríguez (http://cuentosnsk.blogspot.mx/)


Y esto es todo. Muchas felicidades a todos los nominados, y que os haga tanta ilusión como a mí.

Nos leemos.




jueves, 26 de marzo de 2015

Cumpleaños feliz

Nada como el primer regalo...


Al día siguiente sería su cumpleaños, y Jesús, extrañamente en él, tanto en este día como en su vida en general, estaba alegre.

Hasta ahora no le había importado en absoluto esa fecha. Hacía tiempo que no lo celebraba; «Ja; tiempo», pensó. En realidad no recordaba un solo cumpleaños celebrado. ¿Y los regalos? Jesús jamás había recibido un regalo; ni siquiera en Navidades. Lo único que se celebraba en aquella casa era Halloween, y quizá era la única vez del año que lograba sentirse un tanto querido  por su madre y no tan solo. Después de eso, total indiferencia por parte de la mujer. Y lo peor de todo era que sabía el por qué.

Su padre había desaparecido hacía muchos años, tantos, que Jesús no se acordaba de su rostro. ¿El culpable de dicha desaparición? Él, por supuesto. Su madre se lo había dejado bien claro la primera y última vez que se lo preguntó.

—Eres un niño malo y estúpido —le había escupido en la cara arrugando sus delgados labios en ademán repulsivo—. ¿Cómo no se iba a ir? Suerte que yo no soy tan débil como él, si no te quedarías solito.

Así que ¿cómo sonreír? ¿Cómo estar alegre? ¿Cómo hacer amigos siquiera, cuando ni él mismo se apreciaba? No recordaba el tiempo que hacía que no se miraba al espejo. Le daba igual todo. En el insti suspendía, y cada dos por tres su buzón se tragaba un parte de expulsión, de modo que pasaba más tiempo encerrado en su habitación desordenada que en ningún otro sitio.

Esos confinamientos se los pasaba llenando su cerebro de ideas para recuperar a su madre, para recuperar su amor, si alguna vez lo había tenido. Pero no sabía qué hacer, las ideas acudían a su cerebro vacías, eran falsas ilusiones, como cuando abres una pipa sin nada dentro. Un día trató de ayudarla a poner la mesa, y ella le dijo que se apartara, que no necesitaba la ayuda de un niño inútil. También se le llegó a cruzar por la cabeza que la mujer estaría mejor sin él, sin embargo no podía irse de casa, pues ¿cómo sobreviviría? No conocía a ningún familiar, y claro, no tenía amigos.

En eso estaba pensando por enésima vez una mañana de expulsión, como hacía todos los días, cuando su madre entró en la habitación una semana antes de la fecha de su cumpleaños.

—Bueno, cariño, se acerca tu decimotercero cumpleaños —dijo con una sonrisa radiante, como si su relación siempre hubiese sido de ese modo, y comenzó a posar sobre su antebrazo la ropa sucia que había desperdiga por la habitación.

Jesús no se lo podía creer. Estaba desconcertado, confuso, tanto que experimentó un ligero vahído; porque estaba tumbado en su cama, si no estaba seguro que se habría caído al suelo.

La palabra «cariño» y aquella sonrisa feliz estallaron en su corazón tras su conmoción, y golpearon su pecho, sacudiéndolo y obligando a sus ojos a llevar a cabo el trabajo más demandado: el de arrojar lágrimas por las mejillas del chico. Solo que estas lágrimas eran diferentes. Estas lágrimas eran agradables.

«¿A qué venía ese cambio de actitud?» habría sido la pregunta adecuada para aquella insólita situación, pero Jesús llevaba tanto tiempo esperando aquello, que no pensaba desperdiciarlo haciéndose ese tipo de preguntas. Iba a aprovecharlo al máximo, y no dudó en levantarse y abrazarla con todas sus fuerzas.

—Lo siento —le susurró en su oído.

—¿Por qué? —preguntó ella sin esperar respuesta—. Aquí no ha pasado nada. Ven, he preparado tostadas con mantequilla y mermelada para desayunar.

El «Aquí no ha pasado nada» liberó ese gran peso que Jesús sostenía sobre sus hombros y le llenó el corazón de amor hacia su madre por perdonarle de ese modo.

Repleto de felicidad, tan alegre y aliviado que sentía una ligera debilidad en su cuerpo, agarró la mano de su madre, y se dejó llevar a la cocina, donde esperaba ese desayuno que no había probado nunca, pero que sonaba delicioso.



El día que precedía al que sería el más feliz de su vida —más incluso que aquel de una semana antes—, su madre estuvo fuera desde por la mañana hasta por la noche.

Estaba acostumbrado a estar solo, pero ahora que todo había cambiado, deseaba verla en todo momentos y no separarse de ella. Sin embargo, la mujer había insistido en que le esperara en casa, y Jesús se imaginó la razón. ¡Le estaba preparando la fiesta en algún sitio, y probablemente comprándole el regalo! Esa idea le mantuvo sonriendo durante todo el día.

Su madre le había dado un libro de terror en el que aparecían seres muy extraños y situaciones escalofriantes que había estado leyendo durante todo el tiempo sin parar. Se encerró en su lectura, imaginando todos esos mundos, pasando miedo —lo que de vez en cuando le obligaba a retirar un poco la mirada de sus hojas—, y cuando se quiso dar cuenta, su madre se hallaba frente a él mirándole con una sonrisa.

Jesús se sobresaltó al verla, producto de todo lo leído. No había oído la puerta al entrar.

Era muy guapa y joven —¿con cuántos años le habría tenido?, se preguntó el chico— y en ella no había ni rastro de las arrugas de preocupación que debía tener debido a las circunstancias de su vida, arrugas prematuras que Jesús sí poseía en su rostro, lo cual, sumado a su delgadez depresiva, le hacía aparentar veintimuchos años, en lugar de casi trece.

—¿Preparado? —le preguntó su madre curvando sus labios en una delgada y elegante línea rosada.

Esa sonrisa se deslizó por su columna vertebral hasta la nuca, poniendo los pelillos de esta de punta. ¿Esa era la reacción que producía el amor de una madre en el cuerpo?, se preguntó Jesús.

Le extendió la mano tocada con unas largas uñas.

—Vamos.

Jesús no lo dudó. Asió la cálida mano de su madre, dejando el libro a un lado, sobre el sillón de cuero negro cuarteado.

—¿A dónde vamos? —le preguntó.

Comenzaron a cruzar el salón.

—A tu fiesta de cumpleaños —replicó la mujer con un intenso brillo en sus bonitos ojos verdes, desbordantes de ilusión.

De nuevo esa sensación en la espalda de Jesús. Pero lejos de cualquier molestia, la adoraba por su significado.

—¿Ahora? —No le importaba lo más mínimo (cuanto antes mejor) pero eran las doce y media de la noche y en la calle debía hacer un frío horrible.

—Claro —afirmó ella razonablemente—. Tu cumpleaños es dentro de media hora…, cariño. Quiero que lo celebremos justo en el mismo momento en que naciste.

Llegaron al vestíbulo.

—Pues espera, que me visto. —Estaba en pijama. Trató de soltarse de la mano, pero su madre se lo impidió apretándola—. ¡Ay! —exclamó.

De repente, algo no le gustaba. Algo antiguo despertó dentro de él. Volvió a ver la sonrisa de la mujer y sus ojos, y esta vez el escalofrío no fue agradable.

—No hace falta —le dijo con la mayor amabilidad del mundo—. Solo coge el abrigo; esos pantalones no parecen de pijama.

Jesús hizo lo que le pidió. Algo le decía que no convenía contradecirla. Todos los fantasmas que le rodeaban, desaparecidos hacía una semana, volvieron a aparecer, y de nuevo se sentía despreciado, culpable, y triste.

—Vale —se limitó a decir, y se puso el abrigo.

Al darse la vuelta, volvió a entrelazar sus dedos con los de su madre e hizo ademán de dirigirse a la puerta. Pero como había hecho antes, la otra mano aplastó la suya, y se lo impidió.

—No. Por ahí no —dijo conforme desataba el cinturón de su gabardina «Trench» negra y arropaba con ella a Jesús.



Oscuridad. Sumido en ella era donde Jesús se encontraba. El mundo se había vuelto completamente negro. Luego escuchó desde muy lejos «¡Despierta!», y abrió los ojos bruscamente.

Lo primero que vio fue el horroroso rostro de una mujer vieja. Su boca desdentada bajo una nariz arrugada y afilada despedía un hedor semejante al de la alcantarilla obstruida que había de camino al insti. Eso obligó a Jesús a girar la cabeza y justo a su izquierda, a unos metros de distancia, vio un chico más o menos de su edad atado a un poste de madera.

Entonces se percató de que él también estaba atado. Trató de luchar contra las cuerdas, pero de nada le sirvió: estaban tan apretadas que hacían daño en los brazos, el estómago y las piernas.

Miró a su alrededor. La vieja se había alejado. Lo que vio le heló la sangre y transportó su mente al libro que su madre le había dado.

Había cinco chicos atados a postes, de su misma edad, tal y como él lo estaba, rodeados por un círculo de piedras y cada uno en una de las puntas de una estrella formada por surcos en la tierra. Justo en el centro, ardía una hoguera, rodeada a su vez por cinco mujeres jóvenes —entre las que se incluía su madre— y la mujer vieja. Todas ataviadas del mismo modo mediante un extraño vestido negro.

—¡MAMAAÁ! —gritó Jesús con todas sus fuerzas, llorando de miedo.

Los demás chicos le imitaron y pronto el claro flanqueado por árboles se llenó de las voces desesperadas y confusas de cinco jóvenes.

—¡Silencio! —chilló la mujer vieja alzando al oscuro cielo el largo palo en el que se apoyaba. Unos rayos violetas iluminaron durante unos segundos el cielo.

Todos se callaron, y pronto se empezaron a oír sollozos.

Las cinco mujeres estaban hablando… o mejor dicho, recitando algo que Jesús no logró identificar. Solo le pareció que hablaban al revés. Luego, cada una, se acercó a sus respectivos hijos, mientras la vieja permanecía en el centro, junto a la hoguera.

—M-Mamá, ¿qué pasa? —preguntó tembloroso.

De nuevo la maldita sonrisa… y el escalofrío.

—Estamos celebrando tu cumpleaños… Bueno, vuestro cumpleaños decimotercero —indicó con normalidad haciendo un ademán con el brazo que abarcaba a los demás.

—Pero ¿por qué nos atáis? ¿Quién es esa mujer? —Señaló con la barbilla a la anciana.

—Una vieja amiga. Y en cuanto a por qué estáis atados, ¿no te lo había dicho?

Jesús negó con la cabeza. Cada vez estaba más aterrado. Los temblores y el frío hacían entrechocar sus dientes.

—Bueno, tal vez no lo entiendas muy bien, pero te lo explicaré. Verás, vosotros no seréis quienes recibáis el regalo de vuestro cumpleaños, sino mi querido amante.

—¿Papá? —preguntó sin comprender.

—No, niño estúpido; hace tiempo que me deshice de aquel lagarto —por alguna razón, esa palabra la hizo reír mucho—. No, no es él, desde luego. Sino quien me convertirá por completo en lo que fue mi madre, y antes que ella mi abuela, y antes que mi abuela, su madre, y así hasta tiempos inmemorables. Este es el ritual y el momento necesario para ello.

Y se dio la vuelta sin decir nada más.

—¿Có-Cómo nos vais a ofrecer? —Las palabras lograron salir entre sus labios. Se sentía enfermo, debía tener fiebre.

Su madre giró la cabeza y le miró con esos ojos brillantes.

—Seréis su alimento. —Y movió los ojos hacia abajo.

Jesús siguió aquella mirada y descubrió horrorizado lo que había bajo sus pies. Madera y más madera. Troncos, tablas y restos de plantas secas.

La respiración y el corazón murieron dentro de él, luego revivieron con furor, sintiendo en el corazón un dolor inmenso. Jesús tuvo la certeza de que el culpable no era el miedo, sino algo mucho más profundo.

—¡¿Por qué nunca me has querido?! —le chilló impotente y soltando por sus ojos aquella rabia escondida.

Antes de que la vieja alzara el palo de nuevo y soltara una llamarada que impactó en la madera que había bajo los pies de los chicos, la madre confesó desde el centro del círculo.

—Porque solo hay un ser al que amo… Satanás.

Y junto a las demás mujeres, inició un baile alrededor de la hoguera.


sábado, 21 de marzo de 2015

La Voz

¿Somos realmente libres?


—No sé… N-no me convence.

«¿Cómo que no te convence? Es lo más sensato que puedes hacer. Desde que Aurora murió, no hace más que darte palizas y darte órdenes. Eres su maldita sirvienta, y su saco de boxeo. Si él te dice salta, tú saltas. Si él te dijera que te tiraras por un puente, lo harías, porque de lo contrario, sabes lo que te toca. No te trata como a una persona, te trata como a una marioneta, ¿y todavía dudas? Hay que cortar los hilos con los que te maneja, y solo hay una manera.»

El niño guardó silencio. Le dolía la cabeza. Desde que La Voz llegó, siempre le dolía la cabeza.

Pensó en Aurora, la mujer que le adoptó cuando apenas tenía un año. Si Aurora estuviera aquí, todo iría bien; nada de eso estaría ocurriendo. Gerardo la quería, se podía decir que incluso la idolatraba. Había sido un buen hombre hasta su muerte, ¡si hasta había comenzado a enseñarle a tallar la madera! Pero algo murió dentro de Gerardo cuando Aurora lo hizo, y desde entonces, un ser totalmente distinto había ocupado el lugar del agradable hombre al que en una época llamó papá.

Ya no hubo más clases de tallado. Solo salía de casa para hacer la compra e ir al colegio. Tenía que estar siempre allí, junto a él, excepto cuando estaba en el taller. Vivía por y para aquel hombre que una vez fue su padre. Adoptivo, sí, pero el único padre que tenía.

Y entonces conoció a La Voz.

«¿Qué pasa? ¿Te has quedado mudo? —dijo—. A ver, ¿por qué no te convence?»

—Es que yo le quise… Además, no creo que yo sea capaz de…

«Levántate.»

—¿Qué? ¿Para qué?

«Levántate y mírate en el espejo.»

Bajó lentamente de la cama e hizo lo que La Voz le dijo.

Sus claros ojos color madera de pino debían de haberse encontrado con el dulce rostro de un niño de diez años, pero en su lugar se hallaron con los de un prematuro anciano, y eso no era lo único.

«¿Ves esa mancha morada que empieza a ponerse negra alrededor del ojo izquierdo? Por suerte esta vez no se te ha hinchado el párpado. ¡Y todo porque se te olvidó llevarte las llaves!»

La Voz tenía razón. No podía aplazarlo más. ¿Qué sería capaz de hacerle si rompía un vaso? ¿O si se le olvidaba fregar los platos o comprar alguna cosa?

—Vale —susurró.

«¿Qué has dicho?»

—Vale. Lo haré —dijo más alto con la mirada fija en el moratón.

«¡Eso es! Venga, baja a su lugar sagrado y hazlo.»

El chico salió de su habitación respirando muy rápido y con el corazón martilleándole en las sienes. Cada latido era como si le golpearan con un mazo en su dolorida cabeza.

Bajó las escaleras que conducían al taller. Los puños bien apretados, dibujando rojas medialunas en la palma.

Oía el áspero raspar de la lija sobre la madera. Olía el dulce aroma a pino.

Salvó el último escalón, y ahí estaba el hombre que ya no era su padre. Sentado en un taburete hecho por él mismo, dando forma a un pedazo de madera.

La mano del chico se desvió hacia algo de manera inconsciente. Algo que pesaba. Y justo cuando el hombre giraba la cabeza, el brazo se movió, y ese algo se estrelló contra ella.

«Ya está. Ya eres libre. Ya has cortado los hilos», le decía triunfal La Voz.

Pero él, mientras abría la mano y dejaba caer el martillo al suelo, no estaba tan seguro de ello. 


jueves, 19 de marzo de 2015

El mimo (Saga Oliver)

¿Puede matar el silencio?


Si alguien le hubiese preguntado a Oliver qué le gustaría ser de mayor, mimo habría sido lo primero que se le habría pasado por la cabeza. Sin embargo, si unos años después le hubiesen ofrecido trabajar en esta silenciosa profesión, su interlocutor habría acabado muy mal parado.



Oliver comenzó a admirar a los mimos la primera vez que vio uno. Fue cuando tenía ocho años y aún estaba entre aquellos muros gruesos y marrones impregnados de soledad y tristeza. El Orfanato «Cradle Child». O como él lo llamó más adelante, «La Cueva», ya que ahí dentro todos los días eran igual de oscuros. Solo hubo uno que logró iluminarlo un poco; un emocionante día que le hizo olvidar dónde se encontraba, y que antes de escaparse y conocer al mimo había estado reviviendo una y otra vez en su recuerdo.

Aquel día, la dirección de Cradle Child preparó una excursión al circo.



Hacía una tarde calurosa. El sol iluminaba cada una de las carpas, arrancándolas una sonrisa llena de vivos colores. El rojo, el verde y el dorado bañaban todo el terreno en el que aquel circo ambulante había aterrizado, como si se estuviesen viendo las cosas a través de esos traslúcidos papelitos de colores.

Las jaulas oxidadas de los animales también despedían brillos, provocados por el sol. Al paso de la fila de los niños y profesores, los leones dormitaban y los tigres rugían; fuera de jaulas, los elefantes alzaban su trompa como saludando. Había también algunos monos. Uno se subió al hombro de Oliver y comenzó a meterle el dedo en el oído. Al niño no le gustó nada de nada; le hacía cosquillas, y a él no le gustaban las cosquillas, de hecho, repudiaba cualquier tipo de contacto físico.

Trató de avisar a uno de los profesores, pero claro, las palabras no pasaron de su garganta, y solo emitió un inaudible gemido. Por otra parte, podía olvidarse de que le vieran, pues los tres profesores encargados de supervisar la excursión estaban tanto o más embobados con los animales que los niños. Así pues, apretó los puños y los dientes para tratar de contener la repulsión y justo cuando las lágrimas amenazaban con lanzarse al vacío, uno de los muchachos se percató del mono sobre el hombro de Oliver.

—¡Mirad, un mono encima del Mudo!

Todos los niños se giraron hacia el niño que se quedó mudo a los tres años tras un accidente en el que murieron sus padres —un accidente que él no recordaba— y estallaron en carcajadas y dedos índices. Los tigres, excitados, aumentaron sus gruñidos, e incluso uno de los leones se levantó sobre las patas e imitó a su salvaje compañero.

La sangre de Oliver ascendió hasta sus mejillas y algo le golpeó en el pecho. De pronto, un sentimiento más poderoso y peligroso expulsó a la repulsión, y antes de que su cerebro enviase la señal, ya había aferrado al mono de los pelos y lo lanzaba contra Silvio, el niño que siempre se metía con él.

La garganta de Oliver soltó un ronco gruñido que le hizo daño. Tosió en silencio. El mono, a su vez, chilló, y se alejó corriendo de allí.

—¡¿Qué está pasando aquí?! —preguntó la profesora Fernanda.

—El Mu… Oliver me ha tirado un mono a la cabeza —replicó Silvio en tono inocente y casi llorando.

—Oliver, siempre Oliver —suspiró la profesora—. La de guerra que das para no hablar, niño. Ven aquí conmigo. —Le cogió del brazo con fuerza suficiente para hacerle daño y se le llevó a la cabeza de la fila, junto a ella.

Oliver apretó los dientes. Odiaba que le tocaran.

Aquello que dijo la profesora Fernanda no era del todo cierto. Él no daba guerra, él nunca hacía nada malo, excepto en aquellas ocasiones en que esa presión invadía su pecho y actuaba sin control de sí mimo. Pero la mayoría de las veces, los demás niños le acusaban de cosas que ellos habían hecho, y como Oliver no podía defenderse hablando, ni escribiendo, pues aún no lograba entender todos esos extraños símbolos, permanecía con la cabeza gacha y soportando todas las regañinas de los profesores.



El incidente del mono fue olvidado cuando el mimo ocupó el centro del escenario bajo la carpa de espectáculos.

A Oliver no le llamó la atención aquella ropa tan fuera de lugar en un mundo repleto de colores como ese; ni siquiera provocó un sorpresivo alzamiento de cejas el hecho de que tuviera la cara completamente blanca o los teatrales movimientos en el aire. No. Tal vez solo al principio, cuando fue presentado, pero segundos después, todo ello desapareció de su mente, y esta se llenó de silencio. Absoluto silencio.

¡Aquel hombre no hablaba! ¡Era como él! Movía la boca, pero no salía ni un ruido por ella. Ni un gruñido. ¡Era todavía más silencioso que él y aún así estaba ahí, dando un espectáculo, siendo alguien importante! Hasta ese momento, Oliver había pensado que siempre estaría solo, que jamás podría salir del orfanato porque nadie le querría o porque no habría nada esperándole más allá de esos muros. Hasta ese momento, pensaba que él era la única persona muda en el mundo. Sin embargo ahora veía la verdad. Ahora veía que había otra persona como él —tal vez incluso hubiesen muchos más—, y que además era capaz de colocarse frente a cientos de personas y hacerlas reír y divertirse.

Durante el tiempo que duró la actuación del mimo, solo estuvieron ellos dos bajo esa carpa. El mimo y Oliver. Oliver y el mimo.

Contemplando maravillado nada más que su boca, el niño tomó una decisión. La primera en su vida.

Tenía muy claro que no pensaba quedarse para siempre encerrado en Cradle Child.

Se escaparía.



Al final no fue tan difícil escaparse de la Cueva. Tuvo que esperar dos años, sí, pero una vez había logrado estudiar a conciencia todo el edificio y había planeado su huída, fue pan comido. Eso sí, no se fue sin antes dejar un regalito a Silvio, concretamente en sus zapatillas, esas que se calzaba nada más bajar los pies de la cama. Le habría gustado ver cómo las chicnchetas se hundían en sus talones. Pero tenía que marcharse esa noche de celebración de fin de año.

Ni siquiera echó un último vistazo a la enorme puerta forjada con dos ces enormes cuando echó a andar libre por la carretera.

En su mente solo había una esperanzadora imagen. La de la boca silenciosa de aquel mimo que vio cuando tenía ocho años.

Tenía que encontrarle.



Más suerte no pudo tener. Resultó que el circo aterrizó en aquel pueblo para quedarse. Eso le hizo preguntarse a Oliver el por qué no les habían vuelto a llevar de excursión allí, sin obtener respuesta.

Por la noche era totalmente diferente que por el día. Los vívidos colores parecían muertos, los sonidos de los animales provocaban escalofríos, y desde una destartalada caravana, emergían unos grititos femeninos. Por un instante deseó dar media vuelta e introducirse de nuevo en el silencio de las calles, pero la imagen del mimo insistía en que continuara su avance.

El suelo estaba embarrado por las lluvias de los días anteriores; pronto sus zapatos desaparecieron.

Vislumbró una luz en una carpa más pequeña a la del espectáculo, pero más grande que las otras dos que había a su alrededor.

Entró en ella.

Allí encontró al hombre que había sostenido el micrófono y hecho las presentaciones el día de su visita. Un hombre gordo y de fino bigote al que sorprendió en pleno proceso de algo.

Los dos se quedaron inmóviles. Finalmente, el hombre terminó de enrollar un papel largo y blanco sobre lo que parecía hierba picada, y le habló.

—¿En qué puedo ayudarte, muchacho? ¿Has perdido a tus padres?

No podía estar más en lo cierto.

Oliver sacó una libreta de su bandolera, y escribió con esfuerzo:

«¿Dónde está el mimo?»

Su letra dejaba mucho que desear, pero el hombre le entendió.

—Oh, con que eres mudo, ¿eh? —dejó el cilindro sobre una mesita redonda y se acercó a Oliver—. No necesitas al mimo para trabajar aquí. Soy yo quién tiene que decidirlo.

«¿A sí?», escribió con una sonrisa.

El hombre gordo rió y le revolvió el cabello. Oliver se retiró de inmediato muy serio. Cómo odiaba que le tocaran.

—Vaya… Además de mudo, arisco —comentó—. Bueno, como no puedo imaginar un mimo mejor que un mudo, te daré una oportunidad. Pero será mañana por la mañana. —Y volvió a su asiento y a coger el cilindro.

Oliver estaba muy contento: ¡trabajaría de mimo! Pero antes quería verle de cerca. Ver a ese que había estado durante dos años en su cabeza. A ese que le había dado fuerzas, esperanza e ilusión.

Volvió a enseñarle la hoja en la que preguntaba por él.

—Ah, sí. Se me olvidaba. Imagino que necesitarás a alguien que te enseñe un poco. No sé si Rober tendrá muchas ganas ahora, pero no pierdes nada preguntándoselo. Vive ahí.

Desde las cortinas de la carpa, le señaló una de las caravanas. La destartalada de la cual salían esos gritos de mujer.

Oliver guardó la libreta, y se dirigió hacia allí.



Antes de que Oliver llegara, la puerta de la caravana se abrió y salió una mujer muy delgada vestida con una especie de bikini rosa. Estaba despeinada, y muy contenta.

—¡Cierra la puerta! —escuchó Oliver. Era la voz de un hombre. Había alguien más con el mimo.

Llamó muy nervioso.

—¿Te has olvidado las braguitas? —decía ese hombre conforme abría la puerta. Luego miró abajo, a Oliver—. ¿Quién eres?

Se trataba de un hombre alto y tan flaco como los asquerosos espárragos de La Cueva. Las costillas se le marcaban en su torso desnudo.Tenía la cabeza muy redonda y el pelo corto, rizado y negro. Sus ojos eran azules y brillaban. Respiraba muy rápido, como si estuviese cansado, y olía a sudor.

Oliver escribió:

«Busco al mimo.»

—Pues aquí le tienes. ¿Qué quieres, pequeño? Estoy muy cansado. La joven esa que acaba de salir de aquí es una de las trapecistas, y uuuh… —un gritó demasiado agudo que recorrió la columna de Oliver—…, ni te imaginas lo elástica que es.

Oliver no escuchó nada más de lo que decía. No podía ser verdad. Le estaba mintiendo. Ese hombre no podía ser el mimo.

La presión en el pecho estaba despertando, y esta vez no robaría el puesto a algo tan irrelevante como la repulsión, sino a algo mucho más poderoso, a algo en lo que había creído durante esos dos últimos años.

Empezó a temblar.

Sin pedir permiso, se introdujo en la caravana por debajo del brazo del hombre, quien protestó sin impedirle el paso.

Observó su alrededor. Maquillaje frente a un espejo. Maquillaje blanco. Maquillaje negro. Dentro de un armario de puerta rota, un traje a rayas blancas y negras.

Sobre la pequeña encimera de la cocina, había platos sucios y vasos, pero sus ojos se desviaron automáticamente hacia el juego de cuchillos.

—Renacuajo, creo que es hora de que vuelvas con tus papás —dijo el hombre que le había traicionado. Sintió una mano en el hombro, y eso fue lo que despertó del todo a la presión del pecho.

Oliver le asestó una patada en la espinilla, con todas sus fuerzas. Se precipitó de un salto hacia los cuchillos. Sin mirar cuál cogía, aferró el mango negro de uno y de un solo movimiento rotatorio, lanzó el mandoble. Rajó al hombre que le dio esperanzas en la mejilla, pues se encontraba agachado frotándose la espinilla. Gritó…, bueno, chilló como un cerdo con los ojos azules totalmente en shock y repletos de terror. Se llevó las manos hacia la raja que había extendido el labio unos centímetros. Ríos de sangre resbalaron entre sus dedos.

No paraba de chillar, y Oliver no lo soportaba. Se acercó a él conforme este retrocedía hacia la deshecha cama dejando un rastro de orina y sangre.  

Una vez contra la ventana que había sobre la cama, acurrucado, empezó a soltar patadas sin control al chico que sostenía un cuchillo y le miraba extrañamente con ojos tristes y furiosos.

Oliver movió el cuchillo frente a él, rajando las piernas que intentaban detener su avance. El hombre que acababa de apagar la única luz que había en su corazón, cesó en su empeño. El chico posó una rodilla en el colchón. Abrió líneas rojas en las palmas de las manos del hombre cuando volvió a intentar defenderse.

—Por favor, por favor —repetía una y otra vez, sin saber que su maldita voz era lo que más daño hacía al chico.

En una de esas veces que abrió su boca para suplicar, Oliver, con un veloz movimiento, enganchó la lengua, tiró de ella, y la cortó.

El hombre ni siquiera tuvo tiempo de gritar antes de que Oliver le asestara una última estocada dentro de la boca.

La hoja del cuchillo atravesó el paladar, y la punta asomó por la sien.

Oliver sacó el utensilio de cocina de la boca, guardó la lengua junto a la libreta, y salió de la caravana.

Nadie había oído nada. Las casas rodantes estaban muy separadas unas de otras, y probablemente estarían todos durmiendo.

Le llamó la atención el silencio. Ahora ni los animales se oían. Esto le ayudó a sentirse un poco mejor. No experimentaba arrepentimiento, no le importaba ya nada aquel hombre. Ya no le importaba nada. Solo sentía tristeza, desesperanza, y de nuevo soledad. Aquel silencio que se había adueñado de repente del circo era lo único que le impidió rajarse el cuello a sí mismo, ahí mismo.

Dejó que el cuchillo resbalara de entre sus dedos y se hundiera en el fango, y arrastrando los pies, caminó y caminó rodeado del absoluto y reconfortante silencio que sumía al pequeño pueblo en aquella fría noche.